Está acá ahora, apoyado en la mesa. No sé si me ve, siquiera sé si me percibe, pero yo sí a él. Mi gran compañía.
Si me siento feliz, triste, solitaria, enojada... lo que sea, en unos minutos ya lo traigo a la mesa. O a la cama, o dónde esté. Siempre respeto dónde él quiere ir y lo preparo para el camino: lo guardo en su bolsito, llevo lo que necesita, y cuando llegamos lo dejo salir y me empiezo a curar.
Dejo que me escuche, que me haga reflexionar, que me enseñe y muchas veces me permito enojarme con él, mi querido compañero. Es que a veces logra sacarme de quicio, me hace sentir que nada es lo que yo creo, que me equivoco y que voy a tener que volver a empezar y quiero tirarlo por los aires, pero después sigo pensando y no puedo. Va contra mis principios. Un amigo es un amigo y tuve demasiadas puñaladas por la espalda como para saber cómo se siente. Quiero alejarme de esas historias.
Es más, en esos días no tenía este gran amigo, recién lo empezaba a conocer, por lo que sola tuve que ir superando mis tropiezos y avanzar.
Pero lo bueno de esta amistad, es que nunca se termina, porque cuando la yerba se pone fea, el agua se enfría y el mate se lava, lo cambias y listo...
¿Cómo se hace con los amigos, no?
Ah no, pará...
